I keep watering my dead flower

Hay momentos en que innegablemente sucumbo a mis memorias. Y es que caminar a la luz del día no es algo a lo que me haya acostumbrado fácilmente. Si las cosas cambian de seguro buscaré inmediatamente alguna alternativa. Es imperativo. Ese trayecto es demasiado desalentador y demasiado cruel. O al menos lo es mi mente, que le da por rescatar todas aquellas imágenes del álbum que escondí para tratar de ignorar ese sentimiento de extravío, ese vacío del presente.

Cuando la angustia copa sus límites, no me queda sino acariciar la misma idea absurda, y suplicar que se convierta en realidad, con convicción absoluta de que es imposible. Porque la otra opción que idealizo es la de Alaric, suprimiendo todo sentimiento por compulsión, para asegurarme que podré seguir adelante sin ese recuerdo atormentando mis días.

Una cosa es cierta: hay que dejar morir en paz aquello que ya se ha marchitado. Sin embargo, por más que se aplique una cuota básica de raciocinio, no existe manera de entrenar esa parte intangible del ser humano que denominamos emociones. Tal vez me equivoque al decirlo, y pudieran citarse miles de estudios respecto al tema de la inteligencia emocional, pero si bien es cierto que administrar las emociones no es lo mismo que reprimirlas, sentiría que tratar de gerenciar todo ese universo de sentimientos pudiera terminar en un desconocimiento de lo que tratan de expresar al fluir libremente en el torrente de los pensamientos. 

Nadie es culpable. Esto no es un proceso de acusación, y ni siquiera se está solicitando una condonación de la pena. Es quizá, un acto voluntario de reconocimiento, en el cual la parte acusadora y el acusado son tan difíciles de señalar que el ejercicio se hace anulable. 

No me resigno al hecho, puro y simple, de ver mi flor morir. Y es tal vez la razón por la cual llevo tanto tiempo regándola en ese jardín de memorias. Sabiéndola marchita, descolorida y débil, para mí mi flor fue, es y probablemente seguirá siendo importantísima. Uno no desatiende a sus enfermos en agonía. Los ve morir con dolor. Los atiende hasta su último suspiro. Así es todo esto para mi. 

No dejo de pensar los buenos momentos que viví viendo crecer a mi flor. Inevitablemente me hace pensar en el principito y su rosa. Yo también regué día a día mi flor, la cuidé, la hice única y especial. Sentí el temor de dejarla. Me preocupé por si sentía frío, por su soledad. Hay un valor no pecuniario para ella. Pero también ví caer sus hojas, su tallo secarse, y sus raíces, las que quería echar, podrirse en tierra estéril. 

No todos somos buenos floricultores. Para mi es un oficio difícil, creo que lo he demostrado. A lo mejor por pensar que siempre vendrá uno mejor preparado, con mayor talento y más dedicación. Pero aun mustia como la imagino, encontrará finalmente el floricultor que necesita. El toque de la mano del maestro es lo que brinda la vida. Y en eso me regocijo. Porque si bien no supe yo hacerlo, mi flor lo merece. Yo no sé si encontraré una flor para mí . Ella fue tan especial que todavía anhelo poder podar sus brotes, regarla y ponerla al sol. Y me ilusiono pensando cómo sería poder hacerlo todos los días. Porque más que lo que podía hacer por mi flor, era lo que estar atento a su cuidado hacía por mí. 

Pero debo reconocer que ya no es parte de mi jardín. Que sigo regándola con esperanza, pero que ya ajada no le sirve de mucho. Recogeré mi ducha, mi pala, mis tijeras, mi abono y mis guantes. Ya no cuidaré más de mi flor. 

Mi flor se ha marchitado.








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