La enfermedad
Pasaban los días, y ya se hallaba resignado a su destino. Conocía que era muy poco probable que pudiera realizar aquellas cosas con las cuales había soñado. Se había convencido de su deslinde de la realidad, y de su terrible dependencia del mundo de los sueños, pero las circunstancias lo obligaban a despertarse.
Esa tarde, como cualquier otra, regresó a su casa. No había cansancio, al menos no mayor a aquel desgaste mental que suponían sus horas en el trabajo. Y sin embargo, se sentía extraño. Había comprado una caja de cigarrillos, para ocupar la mente que vagaba, y así aminorar el peso de la lentitud del tiempo. Sentía una sensación diferente, como de un hambre voraz e insaciable. Pero reconocía que su ansiedad por lo que sabía inalcanzable era la raíz de su apetito sin aforo.
Se sentía enfermo. Sabía que era como un gusanillo que crecía dentro de sí, el cual silentemente comía sus ímpetus. Sus ganas de vivir se habían anulado. No parecía haber remedio.
Vez tras vez había ensayado cambiar de realidad. Parecía una empresa imposible. Cada intento era una decepción mayor. Y con cada intento sus deseos mermaban.
Levantarse cada día era una pantomima. Un cúmulo de acciones mecánicamente cumplidas que aseguraban las condiciones mínimas de higiene, supervivencia e interacción social. Eso le desgastaba un poco más cualquier ahorro energético que pudiera haber dispuesto para un tiempo futuro donde tuviera que, en efecto, vivir.
Desconocía el diagnóstico, pero no ignoraba los síntomas. Sabía que algo no marchaba. Sabía que un inminente colapso podía ser el fin de todo aquel lúgubre panorama. A veces solo esperaba. No sentía temor, ni siquiera tristeza. Se sentía desahuciado. Y ya contra ello no había lucha posible.
Su enfermedad era imprecisa e inconstante. Pero era real. Lo mataba con mayor rapidez que un cáncer altamente invasivo. Cada día notaba su desgaste ante el espejo. Envejecía con rapidez. Su calvicie se acentuaba. Sus ojeras se marcaban. Su insomnio le flagelaba. Era un desgaste continuo, lento, seguro.
¿Qué era esa enfermedad que lo consumía? El lo sabía, pero reconocerlo en ese momento era inapropiado por diversas razones.
Dejó pasar los días y esperar que todo mejorara o prepararse para una recaída. No tenía opción. Mañana volvería a cumplir con su rutina. Y si la enfermedad volvía, había que lidiar con ella con la misma resignación.
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