La mitad perdida de nosotros mismos.

Hay un tráfico incesante de pensamientos que atosigan mi cabeza, como buscando en sí mismos alguna manera de ser ordenados en base a un catálogo inexistente pero necesario, que aligere la carga y permita que las tormentas interiores encuentren paz. Cuando los pensamientos atormentan, es mejor escribir, para que esas mil atmósferas que amenazan con destruirlo todo en un metafórico Hiroshima se dobleguen aunque sea un poco.

Según Kundera, “es posible que no seamos capaces de amar precisamente porque deseamos ser amados, porque queremos que el otro nos dé algo (amor), en lugar de aproximarnos a él sin exigencias y querer sólo su mera presencia”. De allí parten muchas de nuestras inseguridades, o al menos, una buena parte de ellas cuando decidimos hacer camino con alguien.

El ser humano posee un asombroso poder regenerativo, que es capaz de enmendar hasta el alma más torturada. Aún cuando esas torturas sean autoinfligidas, y tal sufrimiento no sea más que el desencuentro de expectativas irrealizables. Y ese momento de reflexión, lleno de todo el espíritu de enseñanza que la experiencia brinda, nos hace reconocernos como tontos buscadores de tesoros perdidos, en el árido oeste de nuestras propias utopías.

Andamos errantes, buscando en lugares desolados, sacando agua de pozos secos, empecinados en lo que ni siquiera nos han ofrecido, y aun así lo exigimos. Pero los giros del destino son impredecibles. No existen las casualidades para muchos, pero yo opino distinto. “Sólo la casualidad puede aparecer ante nosotros como un mensaje. Lo que ocurre necesariamente, lo esperado, lo que se repite todos los días, es mudo. Sólo la casualidad nos habla. Tratamos de leer en ella como leen las gitanas las figuras formadas por el poso del café en el fondo de la taza. Nuestra vida cotidiana es bombardeada por casualidades, más exactamente por encuentros casuales de personas y acontecimientos a los que se llama coincidencias.”

Es por esas coincidencias que hoy ya no vivo de ilusiones, al menos no del todo. O, en todo caso, no del tipo que son irrealizables. Hace un año penaba por causas imposibles. Con una retorcida idea de lo que había vivido, y que creí, confundido, que tenía la fuerza suficiente de un sentimiento noble. No niego que fue suficientemente bueno para llevarme a creerlo, pero no al punto en que toda mi visión de la vida se desdibujo, porque a fin de cuentas fue un boceto hecho a la ligera que nunca tuvo el propósito de servir para pintar sobre lienzos, no por ineptitud tal vez, sino porque el artista debe sentir una fuerza creadora, que fluya desde su visión del mundo, y le inspire a plasmar la belleza que percibe. Hoy también sé que no todos son artistas, y que los de verdad, a veces no se reconocen como tal.

Y son ellos, los artistas, los que crean, los que aprecian el mundo desde una óptica más sublime, quienes crean mundos nuevos donde solo hay ruinas, quienes perfuman donde solo hubo pestilencia, quienes dan vida a todo lo que se creyó muerto.

Así, mi artista apareció en escena, en segundo acto, como invocado desde los umbrales de un mundo paralelo. Y fue como si todo lo que el frio invierno había congelado se fue deshelando poco a poco, como en primavera.

Yo, siempre conflictivo, luchaba contra mí mismo, y no contra él como aquella vez. Pero de plena consciencia le fui cediendo espacios, no sin muchas dudas, pero con ganas. Porque si dudaba, esta vez no habría retornos, y me perdería yo para siempre en un eterno loop abierto en el tiempo, donde me aseguraba sobrevivir pero a su vez perder la vida, esa que el artista sabe crear, contar… vivir.

El artista me llevó a su mundo. Y en su mundo se reía, se bailaba, se asumía una extraña libertad de ser, sin olvidar el pasado, porque le había engendrado con el carácter que tenía, con una visión infinita como el horizonte que se dibuja frente al mar. Y empecé yo a anhelar ese ímpetu, esas ganas, esa licencia para ser. Y ser, después de haberse uno anulado, era ya una inmensa prerrogativa.

Y comenzamos a crear vínculos, a anhelar pláticas vespertinas, hacer ritos. Y el mar nos hizo felices, o mejor dicho, me hizo feliz. Y gatillo en mí una realidad mágicamente innegable, ya no en el sentido literario que nos vendió Saint-Exupéry: esta vez no necesitaba fábulas de un principito imaginario. Lo que no sabe el artista es que allí, y entonces, él se coronó Rey de un universo que era suyo, que le había creado, y que felizmente había dispuesto finalmente para su honor y gloria.

Y no hubo más miedos, ni reservas, ni condiciones. Ya no negociaba conmigo mismo, ya necesitaba que la voz de mi conciencia dictara ley alguna, porque “allí donde habla el corazón es de mala educación que la razón lo contradiga”. Y fui necesitando ver su rostro en mis mañanas, y despertar juntos como la gente real. Y darme cuenta que todo se había renovado, que le pasado había finalmente muerto, y que no hay mejor antídoto contra la fantasía, que la realidad.

Cierto, aun me queda demasiado que aprender, del artista y su arte, y de mí mismo también. Somos distintos, vaya que lo somos, pero en esa diversidad también hay belleza. No siempre nos comprendemos, pero la tolerancia es un don que se cultiva, sobre todo si se quiere construir para que quepan nuestras individualidades
.
No llevo medida del tiempo. Pero han sido pequeños vistazos a la eternidad. Y mientras dure, cualquier momento será eterno. No sé si nos buscábamos, ni siquiera si nos encontramos, o si realmente estábamos perdidos. Pero puedo afirmar que tengo una idea de lo que es sentirse pleno. El amor es el deseo de encontrar a la mitad perdida de nosotros mismos.


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