La relatividad del tiempo.

No sabemos quién lleva la medida del tiempo. Tampoco si el tiempo es una relación variable para todos por igual. Ni mucho menos si para otros ese transcurrir de días tiene algún significado más profundo. Pero puedo decir que he visto caer las hojas del calendario, pero mi corazón y mis recuerdos permanecen inmutables al paso del tiempo. No se atenúan, no se extinguen. Tampoco se refuerzan ni se revalorizan. Solo continúan estáticos, invariables, llenos de la misma melancolía de siempre, y de los mismos anhelos absurdos que la conciencia del ahora diluye en la realidad de los hechos.
A veces viajo en el tiempo, para darle cierto aire de frescura a esas memorias que huelen como los buenos libros guardados en la biblioteca. Esos que al abrirlos nos transportan a una época mágica, donde vivimos las mismas historias que cuentan con tanto realismo que perdemos la noción del aquí y el ahora, y encarnamos esos personajes que ríen, sufren, y a veces, hasta mueren de amor, como el joven Werther.
Yo aún vivo. No por mucho, presiento. Y ya ni sé si a esto se le puede llamar vida. Sin embargo, no importa cuántos pensamientos absurdos traiga la noche, siempre llega la mañana y los borra de un soplo, y comienzan a escribirse nuevas líneas sobre hojas blancas. Aunque los relatos parezcan absolutamente predecibles. Solo los adereza ese halo de nostalgia por una época que fue mejor. Y vaya que fue mucho mejor. Lo que llaman “Golden-age thinking”.
Ya no hablo de ti con la misma frecuencia. No suelo dedicarte largos párrafos de tristeza que son letra muerta como era costumbre. Esa costumbre interdiaria que me permitía sobrevivir a tu ausencia hace un año, y luego a tu no presencia el resto de mis días. Dejé de pensar que algún día leerías tantas cosas que te he escrito, y me convencí que si sucediera, igual no tendría impacto alguno. Me hice entender, aunque infructuosamente, que estábamos destinados a conocernos, pero no a conservarnos. Aunque no sea del todo cierto, porque aunque ausente, estas guardado en la bóveda de mis recuerdos. Y allí recurro, en secreto, cuando las ganas se me hacen insuperables, porque te extraño cada día como el primero.
Es cierto. Debería despedirte de una vez por todas. Porque seguir atado a esos recuerdos me ha traído demasiada pena, me ha enclaustrado en una soledad autoimpuesta, me ha suprimido las emociones intensas, mientras ha exacerbado todas mis tristezas juntas. Las reúne y las toca en una armonía espeluznantemente precisa. Pero ya pensarte es parte de mis rutinas. Dedicarte miles de millones de recuerdos en pensamientos diarios es casi un ejercicio de memoria. Y allí vives. Allí te visito. Junto a mis fantasmas. Como si te mantuviera cautivo de mis emociones. Pero conozco que tu realidad es distinta, y que tus caminos no son mis caminos. Que nos alejamos para siempre, y que esos trechos jamás convergerán nuevamente.
Aun así, te recuerdo. Como la loca del muelle de San Blas. Como esperando sin esperanza, entre la insanidad de lo que se desea y la cordura de lo que se sabe.
Y es que todos estamos locos de alguna manera. Yo, al creer que no soy de este tiempo, e incluso de este planeta. Como el principito. Y así, como él, quien para el zorro no era más que un muchacho semejante a cien muchachos, me doy cuenta que para mí, debo admitirlo, eres único en el mundo.

Cuando haya llegado la hora de partir a mi planeta, quien sabe dónde tu estés. “Si, los años pasan. Pero cien de ellos a un corazón fiel y constante le parecen un día…” 



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